Esta vez fue Lokedi quien, la víspera, tejió la suya sobre ese lienzo de 42 kilómetros y 195 metros con la suavidad de quien baila y la furia de quien sueña.
Desde Hopkinton, donde todo comenzó con un murmullo de piernas tensas y corazones galopantes, ella salió con la serenidad de quien conoce su destino.
«Hoy no corro contra nadie», quizás pensó, y salió impulsada por su historia, con su madre en la mente y el viento de Kaptagat en los pulmones.
Pasó Ashland como un suspiro, y en Framingham, cuando las avenidas se abren como un libro, un grupo coreó su nombre, aunque aún quedaba mucho por decir.
Con cada zancada, tal vez recordó sus días en Kansas, cuando era una universitaria con zapatillas llenas de barro y sueños recién estrenados y comenzaba a dejar sus huellas en las carreteras.
En Wellesley, el famoso «Scream Tunnel» de las estudiantes universitarias rompió el silencio con una ovación de aliento y Lokedi apenas sonrió, pero dentro de ella se encendió una llama. No era solo una atleta, era la voz de Burnt Forest, la respuesta a cada no que le dieron.
Luego llegó Newton y sus temidos repechos. El más feroz, Heartbreak Hill, no le rompió el corazón, al contrario, allí lo templó.
Entre jadeos y gotas de sudor, su mente viajó a las mañanas frías de entrenamientos, cuando solo el canto de los pájaros y el crujir de la tierra acompañaban sus pasos. Es probable que pensara en los hermanos que dejó atrás, en los desplazamientos que sufrió su familia por la violencia, en la infancia donde aprendió que correr era también resistir.
Ya en Brookline, a pocos kilómetros de la gloria, las piernas eran fuego, pero los ojos, faros. Imaginó la cinta de meta como quien ve un viejo amor: inevitable, cercano, casi mítico. Detrás venía Hellen Obiri, la vigente campeona que la derrotó el pasado año, pero Sharon ya no era la misma.
Y entonces, Boylston Street. El rugido de Boston se convirtió en himno. El reloj marcaba 2:17:22 horas cuando llegó a Copley Square y retumbaron las campanadas en la iglesia de la Trinidad. Récord para la competencia, historia, redención, victoria.
Cuando cruzó la meta levantó los brazos de inmediato y se fundió con alguien en un abrazo que detuvo el tiempo, mientras su cuerpo volvió a sentir la misma cosquilla bendita de hace tres años, cuando corrió más rápido que nadie en el maratón de Nueva York.
Sharon Lokedi tomó desquite, venció al olvido, al miedo, a las probabilidades, y dejó en el asfalto de Boston, justo el Día del Patriota, algo más que un récord: dejó poesía escrita con zapatillas.
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