No era un feriado, ni Carnaval, ni un clásico local. Era fútbol europeo, sí, pero uno que hizo latir con fuerza el corazón verdeamarelo.
Marcos Aoás Corrêa, más conocido como Marquinhos, con el brazalete de capitán del club francés París Saint-Germain (PSG) en alto y una actuación monumental, se consagraba en Múnich (Alemania) campeón de la UEFA Champions League.
El PSG no solo ganó: apabulló (5-0) al Inter de Milán con un juego brillante, vertical y audaz. Fue una final sin dudas, sin angustia. Goleada. Fiesta.
Y aunque el título quedaba en París, el orgullo viajaba de vuelta al Brasil profundo.
Porque Marquinhos, ese zaguero elegante de 31 años formado en el Corinthians y criado en las calles humildes de Sao Paulo, era uno de los suyos. Y su actuación fue una reivindicación: del talento brasileño, de la casta, de la dignidad del fútbol nacional.
En cada barrio, favela y pueblo, desde la costa hasta el sertão (región árida en el nordeste), los gritos de «¡É campeão!» retumbaban como si la Copa hubiese sido bebida por la Canarinha.
Tras besar la orejona, visiblemente emocionado, el capitán del PSG, segundo brasileño en hacerlo en la historia del torneo, dejó unas palabras que llegaron al alma del hincha.
«Salí de un barrio donde muchos no tienen ni zapatillas para jugar, y hoy levanto esta Copa por todos ellos. Esto demuestra que, con trabajo, fe y corazón, Brasil siempre puede soñar», declaró a la prensa nacional, entre lágrimas y abrazos.
Pero no era solo nostalgia o euforia pasajera. Detrás de cada aplauso por Marquinhos, había una esperanza dormida que empezaba a despertar.
El fútbol, religión verdadera del pueblo de Pelé, había sufrido duros golpes en los últimos años: derrotas dolorosas, escándalos, una generación sin rumbo, entrenadores sin visión.
La selección, otrora temida y admirada, parecía una sombra. La fe estaba herida.
Entonces, la victoria del PSG en el estadio Allianz Arena fue algo más. Fue un símbolo. Un aviso. Y en medio de esa emoción, se volvió más fuerte un nombre que en los últimos meses crece como promesa de redención: Carlo Ancelotti. El maestro italiano.
De mirada serena y palmarés legendario, funge ya como técnico de Brasil. La noticia había provocado escepticismo al principio, pero actualmente, con Marquinhos levantando el trofeo y el mundo a sus pies, el «sí se puede» se siente más real que nunca.
La imagen del defensor abrazando a Ancelotti en el vestuario del PSG meses atrás recorre las redes. «Ellos se entienden», dicen los comentaristas. «Carletto los sabe llevar», refieren otros-
En Brasil, esa conexión parece ahora un adelanto del futuro. Un futuro en el que Vinícius, Rodrygo, Marquinhos y otros cracks no solo brillan en Europa, sino que recuperan la gloria en el legendario Maracaná o en cualquier estadio del mundo donde vuelva a ondear la camiseta que dignificó O Rei.
La alegría de este sábado, entonces, no es solo por el PSG. Es por lo que puede venir. Es por un fútbol que nunca muere, aunque sufra. Es por la certeza de que, incluso en los peores momentos, el brasileño nunca deja de soñar.
Y ahora sueña más que nunca. Porque Marquinhos les recordó que el sueño es posible. Porque Ancelotti les hará creer que es alcanzable. Porque en Brasil, el fútbol no se juega: se cree.
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