El equipo pentacampeón del mundo llega a esta cita luego de un 2024 irregular, con derrotas sorpresivas y dudas tácticas.

La confederación de la disciplina en el gigante sudamericano apostó por un director técnico forjado en la élite europea, que no solo ha ganado todo, sino que sabe cómo conducir conjuntos plagados de talento y presión.

Cerebral, pragmático y sobrio, Ancelotti trae consigo algo que Brasil ha perdido en los últimos años: credibilidad. En su estreno nadie espera una goleada ni una fiesta de fantasía, sino orden, disciplina y señales de una idea colectiva clara.

El rival, Ecuador, es rocoso, intenso y se hace fuerte como local. La ciudad portuaria de Guayaquil puede ser un horno infernal, pero también un campo de ensayo perfecto para medir el temple del nuevo Brasil.

Ancelotti llega con un modelo híbrido: la alegría ofensiva brasileña, sí, pero estructurada bajo conceptos de presión alta, circulación de balón con propósito y una defensa menos ingenua.

Conviven en el once titular la naturalidad juvenil de Rodrygo, Endrick o João Gomes con la jerarquía de Casemiro, Marquinhos y Alisson.

El experimentado entrenador ha sorprendido con entrenamientos cerrados, trabajo táctico meticuloso y un lenguaje sobrio, sin promesas estridentes.

Quiere que su Brasil juegue con «cabeza europea y alma sudamericana». Para muchos, una combinación ideal. Para otros, un riesgo de perder el ADN del “jogo bonito”.

Pero lo cierto es que la Verdeamarelha necesita algo más que nostalgia. La derrota ante Argentina en el legendario estadio Maracaná, la eliminación en cuartos del último Mundial y el recambio generacional han dejado a la selección sin rumbo.

Con mirada táctica y calma, Ancelotti tiene la dura misión de devolverle la grandeza sin artificios a la religión de los brasileños. Sabe que cada punto cuenta y cada decisión se escruta.

Este no es solo un partido: es el comienzo de un relato que puede redefinir el legado del técnico italiano y el futuro inmediato del fútbol en el país del Rey Pelé.

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