Pedro Medina: el héroe de Edmonton

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La Habana, 21 de julio (Prensa Latina) Pedro Medina estaba frente al espejo, en los camerinos del estadio de Edmonton, a pocos minutos de agacharse detrás de home y recibir los lanzamientos en el partido por el oro de la V Copa Intercontinental.

Por Boris Luis Cabrera

Un denso silencio le envolvía, cubriéndole su anatomía de más de seis pies como una armadura metálica, mientras el bullicio parecía quedar atrapado en otra dimensión, en aquella noche de agosto de 1981 en la mencionada urbe canadiense.

A su alrededor no había demonios, ni conciencias perversas que alteraran los nervios con susurros impertinentes. Solo silencio. Solo concentración.

El espejo reflejaba swings perfectos en el cajón de bateo ante un lanzador zurdo. Pero Medina no se movía. Envuelto en su chamarreta roja, con las cuatro letras blancas brillando en el pecho, dibujaba en su mente líneas sólidas y tiros certeros a la segunda base.

Otra final contra los estadounidenses y podía imaginar la expectación en su tierra: multitudes amontonadas frente a televisores públicos, tensiones acumuladas, pechos apretados.

Medina sabía que esto era más que un juego de pelota, suspiró como toro en el ruedo y se le escapó una palabrota impronunciable, justo cuando el silencio se desvanecía.

El director del equipo (Servio Borges) entró al camerino con una hoja garabateada en la mano. Las conversaciones murieron. Áspero y mordaz, el técnico soltó una breve arenga antes de comenzar a leer el orden al bate.

Medina no escuchó su nombre. Por un instante pensó que su concentración le había jugado una mala pasada.

Puso a Albertico (Alberto Martínez) —le susurró alguien—. Le dijo a la prensa que estabas con dolor de estómago.

Medina sintió un latigazo en los pies. ¿Cómo era posible que el receptor regular quedara en la banca en un partido así? Se le acalambraron las manos. Un vapor sofocante le cubrió el cuello y el rostro.

Los jugadores comenzaron a salir por el estrecho pasillo rumbo al diamante. Albertico le puso una mano en el hombro al pasar, pero no pudo mirarlo a los ojos. Medina permanecía inmóvil, con la vista fija en el director, que ordenaba unos papeles sobre una mesa.

Servio —dijo Medina, con voz contenida—, al final vas a tener que traerme. Yo voy a hacer mi trabajo. Después veremos cómo termina esto.

Y desapareció tras sus compañeros.

Novena entrada. Dos outs parpadeaban en la pizarra como espadas colgando sobre las cabezas de los peloteros cubanos. El marcador: cinco carreras por cuatro a favor de los estadounidenses.

Medina apenas había pronunciado palabra durante las tres horas de juego. Las noches de verano en Edmonton refrescan con las horas, pero su alma ardía como brasa encendida.

El director, de pie en una esquina del banco, sintió un pinchazo en la nuca. Giró y lo vio: en la penumbra, el fornido receptor de los Industriales en la Serie Nacional acariciaba un bate sin apartar la mirada.

Volvió a mirar la pizarra. Se quitó la gorra. Su mano izquierda temblorosa le recorrió el cabello.

Medina… cógelo tú —le dijo, casi en un susurro que sonó a súplica.

Con el bate al hombro, salió al terreno con pasos lentos. En el montículo aún estaba el mismo zurdo que había abierto el partido. Durante los nueve innings le había estudiado cada gesto, cada lanzamiento, cada tic del lanzador.

Después de dos bolas malas, buscó al coach de tercera, pero nunca lo vio. Todo el escenario era un hervidero de cuerpos y ruido, muy distinto al del Latinoamericano.

El primer strike llegó como un rayo, apagando esperanzas por toda Cuba. Medina no pidió calma. No prometió nada. Su rostro era una ecuación indescifrable.

Barrió la banca con la mirada. Buscó al director, pero no lo encontró. Solo alcanzó a ver la bandera de la estrella solitaria brillando con timidez en una esquina.

Los pensamientos se le atropellaban en la mente. El pitcheo vino rápido, pegado, a la altura de las rodillas. Medina hizo swing.

La bola se elevó cortando el aire por la banda izquierda… lejos… lejos… ¡lejos!

¡Se empató el partido!

Millones de cubanos saltaban al unísono cuando Medina, convertido en héroe, daba la vuelta al cuadro entre una algarabía ensordecedora, buscando con la vista al director, perdido entre el júbilo desbordado de sus propios pupilos.

jcm/blc

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