Son 80 obras que resplandecen como heridas y cicatrizan con luz. Pinturas, objetos e instalaciones que hablan sin palabras, nacidas del pulso ingenuo y verdadero del arte naif, en el cual la técnica se rinde ante la emoción y el gesto se vuelve raíz.
Brasil y Cuba se miran en estos lienzos como hermanas separadas por el mar, pero unidas por la misma melodía ancestral.
En cada trazo, en cada figura, se adivina el eco del tambor yoruba, la danza de los orishas, la sonrisa de quien crea sin permiso y sin escuela, solo guiado por la fuerza interior de la memoria.
Son 68 artistas —45 brasileños y 23 cubanos— que trazan este mapa de identidades cruzadas. Llegaron desde Sao Paulo, Bahía, Ceará, Minas Gerais, Río de Janeiro y otros rincones donde África nunca se fue del todo.
Cada obra es una ofrenda, un gesto de gratitud, una semilla plantada en el lienzo del tiempo.
Pero Mamáfrica no se detiene en las paredes del museo. Respira en los seminarios, ferias afrobrasileñas, conciertos y homenajes que acompañan la muestra.
Es una fiesta del espíritu, un encuentro en el que la palabra y el ritmo se mezclan, y la historia baila descalza sobre los recuerdos compartidos.
Con curaduría de Odécio Visintin Rossafa Garcia, Oscar D’Ambrósio, Juliana Candido y Shirlene Pérola Negra, esta travesía artística celebra la sencillez como fuerza y la diversidad como destino.
Mamáfrica no es solo exposición: es rito, es celebración y es grito. Un recordatorio de que África no se fue, que su latido sigue vivo entre los pinceles que unen a Brasil y Cuba en una misma respiración de libertad, identidad y amor.
(Tomado de 4ta Pared, suplemento cultural de orbe)





