Nuestro Moscú

Moscú, 27 jul (Prensa Latina) Llegas 35 años después de que Moscú sirviera de escenario para tu Luna de Miel —como se le conoce a la festividad de las parejas tras las nupcias—, y me toca ahora recibirte en una urbe moderna, más hermosa, que se sigue imponiendo por su historia, sorprende con sus detalles y te abraza si decides caminarla sin apuros.

Por Odette Díaz Fumero

Corresponsal en Moscú

A mediados de mayo, justo cuando el invierno suelta finalmente el aire fresco y los árboles estallan en verde, no hace falta mucho abrigo, apenas un suéter. Despertar temprano es la clave, y lo primero que te propongo es bajar al metro. No porque tengamos prisa, sino porque aquí el viaje empieza bajo tierra.

Descendemos por las escaleras de mármol en la estación Komsomólskaya y, mientras esperas el tren, levantas la vista: candelabros colgantes, mosaicos dorados, columnas que podrían estar en un palacio. Moscú, incluso en lo cotidiano, no escatima en grandiosidad. Nos bajamos en la Plaza Roja. Aquí hay que caminar. No solo por lo que se ve —la Catedral de San Basilio con sus cúpulas de caramelo, el Kremlin con sus muros rojos, el Mausoleo de Lenin en un silencio sepulcral—, sino por lo que se siente: historia viva, contradictoria y magnética.

Caminamos despacio. Te cuento cómo aquí en los últimos 30 años los desfiles militares han cobrado un esplendor nacional, igual los conciertos de rock, y hasta los silencios incómodos en épocas convulsas.

Frente a nosotros, el GUM. No lo llamemos centro comercial. Es una galería del siglo XIX con techos de cristal y vitrinas que más que vender, cuentan. Tomamos un helado en una de sus terrazas internas. Yo elijo uno de pistacho; tú vas por el clásico de chocolate. Pido también un pirozhki, un panecillo relleno. Es temprano, pero ya empieza a latir la ciudad.

Salimos rumbo a la calle Nikolskaya, cubierta por luces suspendidas que flotan sobre nuestras cabezas. Aquí no importa el clima: la calle siempre brilla. Nos detenemos frente a una librería antigua; hojeas un libro con fotos de la urbe en los años 40 del pasado siglo. En Moscú, el pasado se asoma en cada esquina.

Está claro que una parada obligatoria es en el Teatro Bolshoi. Lo ves por fuera y ya impresiona, prometo que algún día volverás para disfrutar un ballet en su escenario dorado.

Por ahora, cruzamos al otro lado del bulevar Tverskoy. Los árboles están en flor y los bancos invitan a sentarnos. Una abuela da de comer a las palomas, dos niños juegan con una cometa, un guitarrista canta una vieja melodía soviética.

Almorzamos en el bulevar Arbat. Antiguo y peatonal, tiene un aire bohemio. Entramos en un restaurante escondido, con manteles bordados y paredes de ladrillo. Tú pides borsch con crema agria. Yo, unas pelmeni caseras. Hablamos de tú anterior viaje, de cómo es evidente el cambio de época sin perder las esencias.

Eso también es Moscú: rincones donde el tiempo se detiene.

Por la tarde caminamos hasta el río Moscova. Al fondo, los rascacielos del moderno Centro Internacional de Negocios Moscow City son como espejos. Subimos a un barco turístico. Desde el agua, la ciudad se muestra distinta: cúpulas, torres, estatuas que emergen como si quisieran saludar. El viento es fresco. El silencio, grato.

En un abrir y cerrar de ojos llega la noche, y como aún nos parece poco todo lo visto, decidimos subir hasta el mirador de Vorobiovi Gori. A lo lejos se dibuja el campus de la Universidad Estatal de Moscú, imponente y solitaria. La capital rusa se ilumina bajo nuestros pies: luces blancas, doradas, azules. No hace falta hablar.

Terminamos el día cenando en una terraza junto a la Plaza Pushkin. Pido una tabla de quesos rusos —uno ahumado, uno de cabra, uno curado—, pan negro recién horneado y un poco de miel. Para brindar, un vino georgiano, oscuro y perfumado. La ciudad, como ves, también sabe ser suave.

Y así, entre pasos y pausas, reviviste un poco de tu —ahora mío— Moscú. No el de los folletos ni las postales de hace 35 años. El que se camina, se escucha y se recuerda.

Cuando regreses, te prometo que habrá más: parques cubiertos de nieve, cafés subterráneos, librerías donde se respira el polvo del siglo XX. Pero por hoy, basta con saber que esta ciudad, tan grandiosa como íntima, ya forma parte de la historia de nuestra amistad.

(Tomado de 4ta Pared, suplemento cultural de Orbe)

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