Eliud Kipchoge y su última conga en Nueva York

Washington, 3 nov (Prensa Latina) El eco de los pasos de Eliud Kipchoge aún resuena hoy en Nueva York, después de que el keniano, de 40 años, corriera ayer su último maratón en los grandes escenarios del mundo.

   El sol apenas rozaba los rascacielos cuando emprendió su travesía final. Era su primera vez en el maratón de esa ciudad, y también la última. El único de los «Majors» que le faltaba, el último territorio por conquistar, su última conga sobre el asfalto.

   La bahía resplandeció y, por un instante, Kipchoge pareció flotar. Conservaba el mismo gesto sereno de siempre: espalda erguida, zancada limpia, mirada de monje. Ningún reloj podía medir lo que ocurría en su interior.

   Atrás quedaban los triunfos imposibles: Berlín —cinco veces y con récord del mundo—; Londres, cuatro; Chicago, Tokio… los once títulos que ningún otro hombre ha logrado reunir. Y más atrás aún, aquel día en Viena cuando detuvo el tiempo en 1:59:40, un registro no homologado, pero suficiente para demostrar que los límites existen solo para ser desafiados.

   Brooklyn lo recibió con un rugido. Desde Sunset Park hasta Park Slope, las calles se abrieron como un pasillo de respeto, y la gente coreó su nombre. En Lafayette y Flatbush, las bandas tocaban tambores africanos, y fue como si su tierra natal viajara con él, recordándole que cada paso era por algo más que medallas: por la dignidad, por la disciplina, por la fe en el esfuerzo.

   Pero esta vez las piernas pesaban. La carrera se volvió áspera en el Queensboro Bridge, donde el rumor del East River chocaba contra el asfalto. No hubo ataques, ni récords, ni gloria inmediata: solo un hombre corriendo entre puentes, barrios y recuerdos.

   Mientras tanto, al frente, dos jóvenes compatriotas —Benson Kipruto y Alexander Mutiso— se batían a muerte. Cruzaron la meta en Central Park separados por apenas centésimas, en una de las llegadas más cerradas de la historia del maratón neoyorquino.

   La multitud aplaudió a los nuevos héroes, pero más allá de los tiempos y los puestos, la ovación más profunda fue para el hombre que llegó después, en el puesto decimoséptimo.

   Cuando Kipchoge cruzó la meta, alzó los brazos con la calma de quien sabe que la grandeza no se mide en cronómetros. Dejó escapar lágrimas contenidas y se colgó la medalla que lo acredita como finalista de todos los grandes maratones del planeta.

   Porque Kipchoge nunca fue solo un atleta. Fue un filósofo del esfuerzo, un profeta de la constancia, y quizá por eso, en esta despedida, no había derrota posible. Solo plenitud.

  Atrás quedan sus cuatro medallas olímpicas, su título mundial de 5.000 metros, sus récords imposibles. Pero delante de él se abre otra pista, más ancha que cualquier avenida: la del propósito. Correrá —dice— en Arabia Saudita, en la Antártida, donde el frío corta el aire y el cuerpo se vuelve idea. Correrá por causas sociales, por educación, por inspiración. Correrá por otros.

   El tiempo podrá borrar sus marcas, pero no su ejemplo. En una era de atajos, él fue la encarnación de la paciencia: el atleta que creía en el entrenamiento silencioso, en el valor del autocontrol, en la humildad del corredor que agradece cada kilómetro.

   Kipchoge se despide de los grandes maratones como llegó: ligero, tranquilo, inmenso. Y mientras las hojas del otoño cubren la Gran Manzana, el mundo entero parece entenderlo: el hombre que corrió más rápido que el tiempo demostró que también se puede ganar sin subir al podio.

jcm/blc

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